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lunes, 16 de septiembre de 2013

REDENCIONES, texto de presentación de Jorge Álvarez al libro "Hudson el redentor"

 
Todos tenemos amigos. O los hemos tenido en algún momento. Esos camaradas a los que no juzgamos y aceptamos como hermanos. Con sus alegrías y miserias se vuelven parte de uno y la vida comienza a ser grupal. La historia colectiva de la confraternidad.
Hudson El Redentor arranca en ese escenario, el de la complicidad. En el ritual de una  iniciación transgresora, a la que los protagonistas se someten por inercia, joda e incluso amor. Nada que no hayamos experimentado. Hasta parece todo muy tierno, casi el episodio de Kevin Arnold robando chelas con sus amigos para aparecerse en una fiesta de muchachas.
Pero entonces todo degenera. 20 páginas después el lector es el testigo boquiabierto de cómo esos chiquillos pasaron del inocente troncho a cosas más hardcore. Y en ese ínterin sus relaciones cayeron también en decadencia, revelándose pasajes de vidas en deconstrucción, en caída libre.
Y a través del Chato, el Gordo, Mango, Guajira y claro, Hudson, vemos  esa exposición constante a la tragedia, que se eleva tan habitual, tan frecuente. Y la violencia que surge de esos mundos no es sino la respuesta a la desilusión, también tan cotidiana. Y entonces el crack pelotero de un día es mañana un fumón de esquina, la tímida amiguita consoladora se transforma en tremenda jugadora. Y así, amistades y cariños que se desvanecen a cada vuelta de página.
Y entre todos aparece Hudson, quien se ha reventado solito las ganas de escribir. Es casi un espectro, como centenas o miles de aspirantes a escritor que se juntan en los bares a embriagarse de mundo. No me miren así, no hablo de ustedes. Y en ese trance se le aparecen quizás las historias que debería poner en papel, pero ya es tarde. Solo queda esperar, en la cantina.
Diego ha conseguido hablar con muchas voces. Es Laurita y le crees su inmadurez. Es el Chato y sospechamos que por ahí anda el propio autor. Es Goyito y nos duele su pena. Los recursos que utiliza por momentos nos remiten a imágenes de una serie de televisión, donde los diálogos inconexos funcionan uno sobre otro, permitiendo que cada historia se concentre por instantes en un único hecho que termina afectando a todos los personajes, desde el que se nota protagonista hasta el que podría parecer simplemente parte de la escenografía.
Y metido de contrabando está allí el fútbol, como si el autor quisiera recordarnos que está presente incluso cuando lo ignoramos, cuando queremos que sea solo parte del ruido de fondo. Recuerden cómo hace unos meses se le negaba el indulto a Fujimori el mismo día que Perú jugaba, y le ganaba a Ecuador. Hoy recordamos 21 años de la captura de Abimael Guzmán y no ha faltado quien tenga presente que ese mismo día se jugó un clásico en Matute. Ganó la U, por si acaso. Es más, cuentan que el televisor en la casa donde cayó el asesino estaba encendido en el canal 13, el canal que pasaba el partido. No era que a Guzmán le gustase el fútbol sino que esperaba el encuentro de box entre Julio César Chávez y Héctor ‘El Macho’ Camacho. El goleado y knockeado esa noche, felizmente, fue Sendero.
Diego también pone al fútbol, un partido real (El U-Cristal del año 2000), como actor escondido dentro de un atraco, en una narración que podría ser perfectamente un episodio de una serie de televisión. Una buena serie de televisión.
Y ese es otro detalle de Hudson. Cada relato/capítulo/track se sostiene por sí mismo.  Al integrarse evidentemente construyen un buen cuerpo pero es inevitable notar que cada historia podría sobrevivir en soledad. Lo que permite, tal vez, que esos personajes vuelvan a aparecer en el imaginario Trellespaziano , redimidos quizás luego de tanta vida, como el Chato que, repito, podría ser el escritor aquí sentado. O tal vez no los veamos más, ni conozcamos qué fue de sus existencias, como esos amigos que tuvimos hace tanto, y de los que hoy solo sabemos su vida a través de un perfil de Facebook.
Leí “Hudson…” en casi dos horas, a medianoche y con lamparita, para no despertar a la señora, que me había estado preguntando desde el primer capítulo: “¿De qué va la cosa?”. Solo atinaba a responderle: “de mis amigos, hija, de mis amigos”.
Al día siguiente ella me preguntó: “¿Qué fue, en que terminaron tus amigos?”.
“De la que me salvé, hija”, fue mi respuesta.

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