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viernes, 18 de octubre de 2013

El placer de “Todos los días son de ceniza”, de Fernando Sarmiento por Álex Rivera de los Riós




Cuando me pidieron que dijera unas palabras acerca de “Todos los días son de ceniza”, de inmediato vino a mí la apremiante necesidad de buscar, como suele hacerse hoy en día cuando te toca presentar un libro al lado del autor, frases bonitas y bien halagüeñas  para poder compartir la experiencia que significó la lectura de este libro de cuentos. Después de mucha ripia y devaneo de sesos, me di cuenta de que, al menos esta vez, no quería hacer uso de ese valioso instrumento llamado floro y que en sí solo sirve para conquistar chicas fáciles o mentir descaradamente. Me quedé, al final, con una sola palabra. Y es esta: apasionante. Lectura total y sabrosamente apasionante. Apasionante como un chisme calientito, como escuchar a Elvis en la madrugada, como una maratón de Rocky, como tu primer beso con lengua o el primer sueldo que recibiste en la vida. Es decir, apasionante en el sentido de que no quieres que se acabe nunca.

   Después de cerrar el libro, vino a mí memoria uno de los consejos que García Márquez solía repartir a los jóvenes escritores y que se ha quedado tatuado en mí como una máxima de comportamiento. “El escritor es como un hipnotista”, decía Gabo. “Debe atrapar al lector y no dejarlo ir. Debe mantenerlo hipnotizado desde la primera hasta la última palabra. Un paso en falso y el hechizo se rompe”. Fernando Sarmiento, quien afirma que descubrió su vocación por la escritura  a los 30 años, ya sea por deseo propio o por innata naturaleza, ha sabido usar las palabras como un instrumento de implacable hipnotismo; con ellas ha armado un entramado de historias demasiado tentadoras para los lectores de cualquier edad, condición y complejo, quienes despertarán del conjuro -es decir terminarán el libro- con la agria sensación de haber recibido una certera cachetada que los devuelve nuevamente a la cruda realidad. Las cuatro historias del libro, todas ambientadas en espacios fantásticos y con personajes sobrenaturales o distorsionados, y que responden a un universo autónomo y a propuestas disímiles por parte del autor, son una invitación al escape, al goce, a la aventura, a descubrir una placentera evasión.

 Siempre he envidiado a aquellos escritores capaces construir relatos que luego puedo reproducir de manera oral. Es decir, relatos con una urdimbre, un contexto, un final sorprendente o inesperado. En conclusión, relatos que cuenten una historia y no lo que parece una historia, tan en boga hoy en día entre los narradores modernos. A riesgo de recibir insultos y amenazas por parte de mis compañeros escritores, formulo esta pregunta: ¿quiénes de ustedes pueden relatar a sus amigos o familiares el Ulises de Joyce o un cuento de Hemingway o de Bolaño o de Villa- Matas o de quien sea, sin ser considerados un lomo de aburridos por la audiencia? En este caso, Sarmiento es una excepción a la regla, pues sus historias, es increíble, sí se pueden contar o, al menos, adelantar. Adelantar, por ejemplo, la trama del cuento titulado “Verano oscuro”, donde un misterioso objeto que le da increíbles poderes a quien lo posea y que ha sido el supremo y máximo tesoro de sujetos como Hitler, Stalin y Mao Tse-Sung, ha llegado al Perú en las manos de un sencillo chinito apellidado Wong en los  años más cruentos del terrorismo de Abimael Guzmán. O contar, también, la historia de Daniel, del cuento “El verano de la reina”, un alienígena que toma prestado un cuerpo humano para poder llevar a cabo una importante misión de la madre nodriza, y que finalmente sucumbe ante las tentaciones del cuerpo y de alma humana, tales como el amor, los celos y la inevitable arrechura. Lo mismo sucede con el irreverente “Todos los días son de ceniza” y “El huésped rojo”, tal vez los cuentos que mejor ejemplifican lo que estoy tratando de explicar, pero cuyas apasionantes tramas prefiero dejar a la curiosidad de los lectores.

  En una entrevista que leí hace poco, Fernando Sarmiento afirma que uno no debe tomarse tan en serio ni la vida ni la literatura, en referencia a que la vida y la literatura no  son solo uno instrumento para relatar y experimentar desgracias y horrores, como algunos quieren pintarlas. Sarmiento, creo, se refiere a que estas también pueden ser un espacio para la felicidad, la aventura y el relax. “Todos los días son de ceniza” refrenda esta propuesta del autor, pues es un libro divertidísimo y a la vez muy logrado y profundo. Bienvenido sea, pues, este libro, que no hace otra cosa que enriquecer y relajar un poco a la literatura nacional, últimamente tan solemne y encorsetada.

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