Cuando me pidieron que dijera unas
palabras acerca de “Todos los días son de ceniza”, de inmediato vino a mí la
apremiante necesidad de buscar, como suele hacerse hoy en día cuando te toca
presentar un libro al lado del autor, frases bonitas y bien halagüeñas para poder compartir la experiencia que
significó la lectura de este libro de cuentos. Después de mucha ripia y devaneo
de sesos, me di cuenta de que, al menos esta vez, no quería hacer uso de ese
valioso instrumento llamado floro y que en sí solo sirve para conquistar chicas
fáciles o mentir descaradamente. Me quedé, al final, con una sola palabra. Y es
esta: apasionante. Lectura total y sabrosamente apasionante. Apasionante como un
chisme calientito, como escuchar a Elvis en la madrugada, como una maratón de
Rocky, como tu primer beso con lengua o el primer sueldo que recibiste en la
vida. Es decir, apasionante en el sentido de que no quieres que se acabe nunca.
Después de cerrar el libro, vino a mí memoria uno de los consejos que
García Márquez solía repartir a los jóvenes escritores y que se ha quedado
tatuado en mí como una máxima de comportamiento. “El escritor es como un
hipnotista”, decía Gabo. “Debe atrapar al lector y no dejarlo ir. Debe
mantenerlo hipnotizado desde la primera hasta la última palabra. Un paso en
falso y el hechizo se rompe”. Fernando Sarmiento, quien afirma que descubrió su
vocación por la escritura a los 30 años,
ya sea por deseo propio o por innata naturaleza, ha sabido usar las palabras
como un instrumento de implacable hipnotismo; con ellas ha armado un entramado
de historias demasiado tentadoras para los lectores de cualquier edad,
condición y complejo, quienes despertarán del conjuro -es decir terminarán el
libro- con la agria sensación de haber recibido una certera cachetada que los
devuelve nuevamente a la cruda realidad. Las cuatro historias del libro, todas
ambientadas en espacios fantásticos y con personajes sobrenaturales o
distorsionados, y que responden a un universo autónomo y a propuestas disímiles
por parte del autor, son una invitación al escape, al goce, a la aventura, a
descubrir una placentera evasión.
Siempre he envidiado a aquellos escritores
capaces construir relatos que luego puedo reproducir de manera oral. Es decir, relatos
con una urdimbre, un contexto, un final sorprendente o inesperado. En
conclusión, relatos que cuenten una historia y no lo que parece una historia, tan
en boga hoy en día entre los narradores modernos. A riesgo de recibir insultos
y amenazas por parte de mis compañeros escritores, formulo esta pregunta:
¿quiénes de ustedes pueden relatar a sus amigos o familiares el Ulises de Joyce o un cuento de Hemingway
o de Bolaño o de Villa- Matas o de quien sea, sin ser considerados un lomo de
aburridos por la audiencia? En este caso, Sarmiento es una excepción a la
regla, pues sus historias, es increíble, sí se pueden contar o, al menos, adelantar. Adelantar, por ejemplo, la
trama del cuento titulado “Verano oscuro”, donde un misterioso objeto que le da
increíbles poderes a quien lo posea y que ha sido el supremo y máximo tesoro de
sujetos como Hitler, Stalin y Mao Tse-Sung, ha llegado al Perú en las manos de
un sencillo chinito apellidado Wong en los
años más cruentos del terrorismo de Abimael Guzmán. O contar, también,
la historia de Daniel, del cuento “El verano de la reina”, un alienígena que
toma prestado un cuerpo humano para poder llevar a cabo una importante misión
de la madre nodriza, y que finalmente sucumbe ante las tentaciones del cuerpo y
de alma humana, tales como el amor, los celos y la inevitable arrechura. Lo
mismo sucede con el irreverente “Todos los días son de ceniza” y “El huésped
rojo”, tal vez los cuentos que mejor ejemplifican lo que estoy tratando de
explicar, pero cuyas apasionantes tramas prefiero dejar a la curiosidad de los
lectores.
En una entrevista que leí hace poco, Fernando Sarmiento afirma que uno
no debe tomarse tan en serio ni la vida ni la literatura, en referencia a que
la vida y la literatura no son solo uno instrumento
para relatar y experimentar desgracias y horrores, como algunos quieren
pintarlas. Sarmiento, creo, se refiere a que estas también pueden ser un
espacio para la felicidad, la aventura y el relax. “Todos los días son de
ceniza” refrenda esta propuesta del autor, pues es un libro divertidísimo y a
la vez muy logrado y profundo. Bienvenido sea, pues, este libro, que no hace
otra cosa que enriquecer y relajar un poco a la literatura nacional,
últimamente tan solemne y encorsetada.
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